Probablemente nunca seremos capaces de determinar el deterioro psíquico que los campos de concentración y la bomba atómica han ocasionado en el inconsciente de casi todos los que estamos vivos en estos años. Por primera vez en la historia de la civilización -tal vez por primera vez en toda nuestra historia-, nos hemos visto forzados a vivir bajo la inhibición de las más pequeñas facetas de nuestras personalidades y con la menor proyección de nuestras ideas, o verdaderamente, en un vaciamiento tal con respecto a nuestras ideas y personalidades que quizás acabe condenándonos a morir como una cifra en una vasta operación estadística en la cual todos nuestros dientes están contados, nuestro pelo a salvo, pero nuestra muerte es anónima, deshonrosa, irrelevante; ya no una muerte que podría esperarse con dignidad como posible consecuencia de las acciones que hemos cometido, sino una muerte deux ex maquina en una cámara de gas o en una ciudad radioactiva. Así, en el centro mismo de la civilización, la civilización fundada sobre la urgencia faustiana de dominar a la naturaleza al adueñarnos del tiempo y por ende, adueñarnos de los vínculos de causa y efecto, en el medio de una civilización económica fundada en la confianza de que el tiempo podría verdaderamente ser sometido a nuestra voluntad, nuestra psiquis fue a su vez sometida a la ansiedad intolerable que sostiene que si no hay razón para morir, tampoco la hay para vivir, y que el tiempo, privado de relaciones de causa y efecto, finalmente va a llegar a su fin.