En defensa del método asambleario
Antes de entrar a analizar el problema, no nos olvidemos de lo más importante. Es un enorme éxito, que merecería estar celebrándose cada minuto que permanezcamos en Sol, el simple hecho de que el método asambleario haya sido el mecanismo de toma de decisiones y de convivencia desde que los héroes de la ciudad Sol, la noche del 15-M, decidieron quedarse a dormir en la superficie del Astro, desacreditando así los mitos sobre su naturaleza abrasadora e inhabitable. No es cierto que el método asambleario sea utópico, o sirva sólo para la toma de decisiones. La asamblea es soberana, es el órgano para sacar adelante providencias, y además es un modo de vivir y una forma de convivencia mucho más sanos que los que hasta ahora habíamos practicado. Lo que pasa es que, con el paso de los días, ese sistema asambleario que nos ilumina se ha ido desvirtuando por culpa de un pequeño error metodológico, con implicaciones, como digo, mostrencas: se trata de la aversión a utilizar la votación para resolver los debates intrincados, para desatar los nudos que de tan prietos no se pueden deshacer con el diálogo y el razonamiento colectivo. Hay individuos, en proceso de aprendizaje, que todavía no entienden que en una asamblea el bien común ha de prevalecer sobre sus intereses particulares, y que hay que estar dispuestos a ceder a veces en la demostración de las diferencias con el fin de que el colectivo salga beneficiado. Ahora mismo, combatir a esos aprendices de asamblearismo, cuando acampan, henchidos de ego (que es ignorancia), en medio de una asamblea, es prioritario. El único recurso que se me ocurre para hacerlo es apelar a la votación a mano alzada cuando ellos, siendo minoría, no quieren dar su brazo a torcer.