Una política cultural democrática, por tanto, trataría de superar el paradigma de una cultura basada en el consumo; abriría cauces para dejar atrás esa sociedad instrumental que, mediante procesos complejos de alienación, convierte a los sujetos en objetos de cambio y a los objetos en finalidades de la vida humana, inscribiéndonos en un modelo cultural en cuyo centro se sitúa la cultura como moneda de cambio -mercancía- y no como bien de uso de interés común